viernes, 27 de agosto de 2010

9. Cromañon. Planeamiento urbano y neoliberalismo

Al galope del mundo –ya lo sabemos– no es el jinete sino el caballo el que lo dirige. 
JUAN JOSÉ SAER – La Pesquisa







En la complicada vida moderna, todo tiene su clasificación: las penas para los delincuentes, los libros de una biblioteca pública, los medicamentos, las actividades económicas.
Como la estructura estatal de la ciudad se financia con tasas, la clasificación es necesaria porque esas tasas no son uniformes. También lo es para ordenar la vida en comunidad. El sentido común indica que, para preservar la salud pública, no se pueden elaborar alimentos en un taller mecánico ni instalar una fábrica de calderas junto a un hospital; para asegurar una buena educación pública, no es conveniente tener un cabaret dentro de una escuela; o por la seguridad pública, un depósito de explosivos al lado de una vivienda.
En ese marco cambiante de autorizaciones y prohibiciones, y con el fondo del caos legislativo, sobreviven las de los períodos dictatoriales, cuando los gobiernos militares pretendieron regimentar la vida ciudadana a imagen y semejanza de los cuarteles. Y los cambios en las costumbres, las modalidades económicas, los cambios tecnológicos, y muchos otros factores, pueden desactualizar cualquier clasificación.  
En algunos casos (como por ejemplo en los espectáculos) se puede actuar por analogía, lo que requiere sensatez y probidad, pero también habilita la arbitrariedad. 
Por lo tanto, determinada clasificación y exigencias son tan necesarias como inevitables para ordenar la convivencia en una gran ciudad y preservar la vida. Pero tampoco es un dato neutral o de laboratorio, sino una herramienta política.     
El Código Civil autoriza la realización de toda actividad lícita sujeta a reglamentaciones de categoría específicas. El gobierno de la ciudad cuenta con dos cuerpos de normas que entienden sobre las actividades económicas y el tejido urbano: los Códigos de la  Edificación y Planeamiento Urbano, secundados por otros conjunto de disposiciones denominado Código de Habilitaciones y Verificaciones.

En República Cromañón se transgredieron casi todas.
El primero rige desde 1943 y el segundo desde 1978. Las modificaciones que sufrieron desde entonces obedecieron menos a observaciones de los profesionales y a genuinas necesidades de la comunidad, que a la presión de los grandes estudios de arquitectura, las empresas constructoras y los intereses inmobiliarios. En muchos casos, ni siquiera fue necesario modificar la ley: una maraña mafiosa de gestores y estudios de ingeniería actuaba dentro de la Dirección de Fiscalización de Obras y Catastro (DFOC), lo que permitía, por ejemplo, construir edificios de treinta pisos donde sólo se autorizaban dos. Los planos de construcción se esfumaban de los archivos o se falsificaban las firmas, aparecían autorizaciones de construcción fechadas con anterioridad a la vigencia de la norma, etc. Hubiera hecho falta un equipo político con decisión como para tomar el toro por las astas aplicando el Código Penal, pero entretanto se impuso el mito librempresista, y hoy en día son los mismos gestores y estudios de ingeniería quienes se autorizan a sí mismos.
A caballo de ese proceso, quienes hoy administran la ciudad se distinguen por una actitud indiferente hacia el cumplimiento de las normas.  
Basado en lo que ingenieros y arquitectos denominan las “reglas del arte”, el Código de la Edificación pautó, entre muchos otros aspectos, la habitabilidad general de las viviendas y locales de trabajo, junto con detalladas peculiaridades constructivas para cada actividad derivadas de una atribución municipal genérica: asegurar condiciones mínimas de higiene, seguridad y salubridad en lugares públicos y privados. También ordenó (en su capítulo III derogado en 1978 por el Código de Planeamiento Urbano) el crecimiento de la ciudad mediante pautas urbanísticas: zonas y avenidas comerciales, barrios residenciales, etc.
Uno y otro fueron diseñando lo que es hoy la ciudad: los expertos coinciden en señalar que el CPU fue la herramienta principal de una política implementada a partir de 1976, y llevada a su paroxismo en los 90, que agudizó el abismo existente entre los sectores pudientes y los empobrecidos.
En ese sentido, para bien o para mal, la ciudad regida por ese Código no es la misma que conocimos anteriormente. Las autopistas reconfiguraron el espacio: desde entonces, el automóvil privado lleva a los nuevos ricos desde el country hasta la oficina en Puerto Madero y el Centro. No hay contacto con la ciudad real. La especulación inmobiliaria potenciada desde 1978 con la instauración del Código de Planeamiento, benefició a unos barrios a costa de otros. Se amplió la brecha entre un norte favorecido por las inversiones de la ciudad, y una zona sur totalmente descuidada, considerada cada año que pasa como “la agenda pendiente” de la administración comunal.
Para la ciudad diseñada por el CPU, hay un norte residencial, con grandes espacios verdes, viviendas únicas con retiro de la línea municipal, o colectivas de lujo, y medios de transporte rápidos. El sur, entretanto, está destinado al equipamiento (depósitos, fábricas) mechado por áreas residenciales colapsadas, transporte escaso, calles sin mantenimiento, pocos semáforos, etc.
Los barrios privilegiados al norte de la avenida Rivadavia se cotizan desde entonces muy por encima de los del sur. En el modelo capitalista y la Modernidad, la ciudad era el centro de la vida civilizada y el pleno empleo. Afuera, escondidos, quedaban los locos (en manicomios), los delincuentes (en las cárceles), los chicos difíciles (en los reformatorios), los enfermos (en los hospitales), y los pobres (en villas escondidas del pudor por paredes o vallas)[i].
Con el neoliberalismo, el proceso se invirtió y quienes conservan trabajo son los que quedan escondidos, defendidos por alarmas, vigiladores, rejas y perros bravos. Su medio de transporte es la autopista, que los lleva rápida y directamente desde el barrio cerrado al lugar de trabajo[ii], sobrevolando la realidad.


[i] Es arquetípica la película argentina “Detrás de un largo muro” (1958), de Lucas Demare, con Susana Campos y Lautaro Murúa.
[ii] Para un buen análisis, ver Maristella Svampa: “Los que ganaron, la vida en los countries y barrios privados”, Ed. Biblos.




© 2005, Jorge Luis Devincenzi.

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