sábado, 31 de julio de 2010

2. Situación. 1990

Así como es posible entender el presente por el conocimiento de los hechos del pasado, también éste se alumbra con los del presente.
Erróneamente se nos enseña que la ciencia es neutral: menos lo es la historia, relato de pasados acontecimientos humanos, hecha de conjeturas y retazos de situaciones, reales o ficticias pero definitivamente terminadas.
De entre los testimonios disponibles, se selecciona voluntariamente partiendo de hipótesis que no deben oscurecer la objetividad. Casi siempre es imposible develar toda la verdad, porque, según se lo mire, hacer historia puede ser tanto una tarea imposible como un gesto de omnipotencia, el de querer atrapar el sentido último de lo que sucedió, con todos sus detalles. Pero el observador no es inmune a la pasión, la interpretación o el error. Peor, mucho peor, si se considerara por encima de esos sucesos.   

En el 90, la Argentina vivía de sacudón en sacudón.
La estabilidad democrática estaba puesta en duda aún con siete años de gobierno civil. La economía tambaleaba. Los nuevos poderosos comenzaban a exhibir impúdicamente sus vidas privadas en Gente y sus trenzas políticas en Pinamar. El radicalismo se retiraba en desorden de la escena mientras el justicialismo avanzaba esgrimiendo argumentos de reivindicación popular: salariazos, revoluciones productivas. En la intimidad se buscaba un pacto de gobernabilidad.
El mandamás de la cerealera Bunge y Born, que había impuesto dos ministros de Economía al presidente Menem, efectuó este irónico comentario sobre la designación del doctor Javier González Fraga al frente del Banco Central:
—Se habla de narcotráfico, de hoteles raros que aparecen con el narcotráfico.
El egipcio Gaith Pharaon llegó a Buenos Aires con objetivos por demás amplios y, solícito, Alberto Kohan lo guió por el laberinto estatal. Colocó la piedra fundamental de un hotel, intercedió para que su ex - asesor González Fraga se hiciera lugar en la conducción del Banco Central y volvió a París, a regentear la lujosa peletería de su esposa o dedicarse a otros negocios de índole desconocida. El BCCI, banco de su propiedad, estaba siendo investigado en Estados Unidos y Gran Bretaña por lavado de dinero proveniente del narcotráfico. Su sucursal en Miami fue posteriormente cerrada por orden de la Reserva Federal.
Los seguidores del coronel Mohamed Ali Seineldín se atrincheraron en el edificio Libertador al sentirse traicionados por un presidente de la Nación que, como candidato, los había alentado, protegido y usado. Pero los generales habían entendido los tiempos que se avecinaban y reprimieron apresuradamente a los fundamentalistas con gran despliegue de blindados y amplia cobertura periodística, en vivo y en directo.
Al advertir la derrota, el coronel de familia drusa, jefe de comandos en Malvinas y organizador de "Los Machos del Monte", tropa de elite del panameño Noriega, colocó una Browning 9 mm sobre su sien derecha pero desistió al advertir que nadie impediría que el gesto se consumara.
También había arribado a Buenos Aires el presidente Bush, en medio de la crisis militar.
—¿Dónde aterrizamos hoy?— acaso pregunta George mientras reprime un bostezo.
—En Buenos Aires— responderá presuroso el Secretario para Asuntos Latinoamericanos.
—¡Ah, Buenos Aires, bossa nova, Ipanema, saudade...!
—¡No, no, señor Presidente! ¡Menem, tango, Borges, misil Cóndor, gauchos, bifes de chorizo...!

Bush, con Schlesinger, Casey, Colby, Eagleton y el almirante Turner, había sido uno de los parteros de la edad de oro de la CIA, entre el 60 y el 75, cuando los milicias invisibles de los Estados Unidos peleaban en todo el mundo: contra Castro, el Ejército Soviético, Lumumba, los tupamaros; contra el Che, contra Mattei, Tirofijo y probablemente también contra el mismo Kennedy. Para Graham Greene, ellos sostenían una guerra legal en Vietnam, otra extraoficial en Camboya y una secreta en Laos. Pero en el período 1989-1990 la CIA estaba reformulando sus objetivos enemigos porque —¡quién lo hubiera profetizado!—la KGB, su archirival, había derribado, ella misma, a la nomenklatura que reinaba despóticamente en la URSS con el argumento de defender el comunismo. Desaparecida la lucha ideológica, la ecuación de la defensa de Occidente pasaba a ser económica.
Bush trata al complacido riojano con esa cortesía exagerada que no esconde cierto paternalismo de wasp educado en Yale para dirigir el mundo desde las alturas del imperio. Menem, a su vez, parece totalmente seducido, tanto como lo está de las luces de Buenos Aires.
Florecen las primeras denuncias contra Manzano: embarcado en un yate de lujo, trata de elucidar su complicada vida sentimental, cambia su imagen, se cuida en las comidas, hace ejercicios, reemplaza su discurso renovador por uno mas acorde con los nuevos tiempos.
El menemismo -si esto significa algo mas que un método de acumular poder— es imparable.

El grupo de colaboradores del Presidente no exhibía demasiados antecedentes en el peronismo, o ninguno, pero eso, lejos de constituir un obstáculo, se convertirá en la mejor recomendación. El hermano Eduardo había sido funcionario de un gobierno militar. Erman González era mas un ex-contador de las curtiembres Yoma que un piadoso militante democristiano expulsado de su partido por defender tesis ultraliberales. Alberto Kohan había participado en un minúsculo partido vecinal en Córdoba, era socio de Omar Fassi Lavalle en unas minas riojanas y ya pintaba como empresario tesonero. Claudia Bello, coqueta, provenía de la jotapé y el radicalismo. Los Alsogaray, de una fe inquebrantable en los gobiernos militares, los inviernos económicos, los bonos 9 de Julio y el anti-peronismo. Eduardo Bauzá, de la dirección de una fábrica de fideos en Mendoza y el esoterismo. Los abogados Alberto Dromi y Rodolfo Barra habían hecho fortuna litigando contra el Estado. Algunas figuras de origen árabe, como Jorge Asís o Julio Mahárbiz, forman parte de lo que algunos periodistas agudos bautizaron como "la mini-carpa". A las tertulias de Olivos concurren personajes como Sofovich o el Soldado Chamamé, que se trenzan —con empresarios, diplomáticos, aventureros e ídolos deportivos— en interminables partidas de truco, rodeados de pizza con champan, cacatúas, petisos de polo, incontables palos de golf, guanacos y algunas chicas alegres. La fiesta durará una década.
El nuevo elenco decidió impulsar a cualquier costo la reforma del Estado (un Estado que, para ser precisos, había llegado con el radicalismo al límite de su inoperancia) y privatizar las empresas públicas, fueran deficitarias o no.
Cuando Rodolfo Terragno era Ministro de Obras Públicas de la administración radical, había intentado vender el 39% de Aerolíneas Argentinas a un consorcio liderado por Swissair. En Europa. la mayor parte de las líneas de bandera eran de propiedad estatal. Estaban bien administradas, daban ganancias y eran confiables. El joven jefe de la bancada justicialista en la Cámara de Diputados y todavía promesa renovadora, puso el grito en el cielo:
¡Vamos a hacer valer el artículo cuarenta, carajo, caiga quien caiga...!— refiriéndose al de la derogada constitución del 49, que impedía la enajenación de los bienes estatales. Los políticos peronistas criticaban duramente por izquierda y se preparaban para actuar por derecha.
En 1990, el decreto-marco redactado por Roberto Dromi y Rodolfo Barra autoriza a vender el ochenta y cinco por ciento de Aerolíneas.
Per sáltum mediante, su adjudicación fue escandalosa.
Dos aparatos Boeing 707 fueron tasados en un dólar con cincuenta cada uno, aunque su valor de mercado superaba los dos millones. Se regalaron las rutas. La empresa fue entregada sin su pasivo, del que se hizo cargo el Estado.
Entre quienes discuten los términos de la privatización se encuentra un escribano que despliega buenos contactos en el gobierno norteamericano, Wenceslao Bunge, representante de la fábrica de aviones Douglas. Años mas tarde se estrenará como vocero de Alfredo Yabrán, hasta el momento un desconocido empresario cuya familia es originaria de la aldea de Yabrud, en Siria. Yabrud aportará mas apellidos notables a la historia reciente de los argentinos.
La moda dominante es hacer creer a la gente que, capitalizando la deuda o canjeándola por las empresas públicas deficitarias, el país accederá rápidamente a una suerte de paraíso que, traducido en las palabras del propio presidente, es el ansiado Primer Mundo. Ya se sabe que sucedió después.
Los argentinos estábamos dominados por cuestiones como la hiperinflación, el aumento de las tarifas (apurado antes que se entregaran los servicios a sus nuevos dueños), las tasas de interés, los ahorros que se esfumaban.
Entonces se produjo la primera de las muertes dudosas relacionadas con el poder político. Presentaba todas las formalidades de un suicidio.

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